Hay unos zapatos debajo de la mesa, pero
no son míos. Son rojos, puntiagudos y de taco alto. Están así, como al
descuido, olvidados debajo de la mesa que me mira por encima del cuaderno.
También el cuaderno me mira, y me pregunta qué más. Y no sé qué
responderle. Son tantos los años de mirarlo yo a él tratando de escudriñar, de
revelar sus secretos blancos que ahora no sé qué debo responder. Y ahí está, ahí
nomás ya me salió la barrera del deber, del querer tener a todos contentos
respondiendo como una buena alumna, sí señorita muy bien felicitado.
Pensar que yo siempre me
creí muy poco observadora, de esas personas que miran sin detalle, que son
incapaces de recordar el color del vestido que usaba Lucía hace apenas una hora, es más, que ni siquiera puedo
afirmar si tenía un vestido, una pollera o un pantalón de gimnasia. Lo que sí
no se me escapa es una mirada triste, un tono irónico, una sonrisa malintencionada. De ahí a empezar a pensar al revés, que soy yo la observada, hay un trecho fuera de lo común. Miremos entonces.
Están los muebles, que
miran con benevolencia; las lámparas, a las que no se les escapa una arruga y
las alfombras, que cargan todas las culpas, pero los peores de todos son los
libros. Sí, los peores, porque ellos, así tan quietitos en los estantes de
la biblioteca, son testigos de cuanto sucede a su alrededor y, según su propia
historia, nos juzgan a su manera. Por ejemplo, no es lo mismo lo que va a
pensar Madame Bovary ante una mujer infiel que el Raskolnikov de Crimen y castigo,
tampoco te juzgaría mal la Novia de Bodas de sangre pero mejor no le menciones
el tema a la Madre del Novio.
En fin, no sé si les ha
ocurrido alguna vez que, así como al pasar, un párrafo, un verso viene a sus
mentes y es tan fuerte el impulso que no cede hasta que encuentran el libro que
lo contiene, y digo libro, porque no alcanza con buscarlo en internet, es el
libro lo que hace falta, ese espacio que ocupan las palabras en un lugar
determinado, a la derecha, o a la izquierda, en el medio o abajo, pero en un lugar
exacto. A mí me ha ocurrido varias veces, y dejo todo lo que estoy haciendo
para ir a buscar la página exacta. Eso siempre que las manchas en el piso me dejen
seguir adelante, y no tenga que devolverme con un trapo para quitarlas. Esos sí
son días aciagos, cuando tengo que dejar lo que realmente quiero hacer para ordenar
las medias impares, o trapear los muebles lustrados, o correr a repasar los
vidrios porque simplemente no soporto, no puedo aguantar verlos manchados.
Pero volvamos al libro.
Una vez sorteados los obstáculos, cuando llego realmente a situarme frente a la
biblioteca, a veces me sucede que no lo encuentro, al libro, o a la página. Y
las palabras rondan por mi mente, extraviándome, sin tener de dónde asirse,
porque el libro, si lo hallo, las contiene. Como ahora, en que esos versos de
Lamborghini me dan vueltas en la cabeza, tantas como vueltas he dado yo para
encontrar el libro. Y no está. No lo encuentro. Lo peor de todo es que sé que
no fue un sueño, que el libro existió y esos versos también y hasta que no los
encuentre seguirán rondando como aves
que no encuentran su nido, como palabras que el viento nunca se llevó y rondan,
rondan entre una tarde y un café demasiado frío.
Mercedes Soledad
Mercedes Soledad